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Cuentos Tavi Oyarce
martes, 23 de octubre de 2018
Así tenía que ser
Eran las siete de la tarde cuando el hombre entró al dormitorio y se quedó de pie junto al lecho. La mujer, que se encontraba en posición fetal sobre la cama no dejaba de lamentarse:
─ ¡Quiero morir!… ¡quiero morir!... ¡ayúdame, te lo ruego!
El hombre acarició sus manos: unas manos huesudas, venosas, que no respondían al contacto de las suyas. En cualquier momento volvería a desmayarse, y él, en su ignorancia, no sabría qué hacer. En una mesita marginada en un rincón de la pieza, bajo la débil luz de una lámpara, un pequeño frasco rojo encendía la tortura del hombre. Besó la frente de la mujer, dio unas cuantas vueltas alrededor del lecho y permaneció un rato junto a ella buscando una salida que no humillara su conciencia.
Ese día, a las diez de la mañana, había tomado el autobús que lo llevaría al otro extremo de la ciudad. Era un día pálido. A pesar de las nubes que avanzaban sobre las torres de los edificios, el calor parecía brotar desde la raíz del cemento. Las calles estaban atiborradas de vehículos, el tránsito lento provocaba la paciencia del hombre. Necesitaba ver a Paulino Reyes ─un hábil traficante al que conocía desde la pubertad..
─Si te descubren… ─advirtió Paulino alcanzándole el pequeño frasco rojo─. Tú sabes, con esto me juego el pellejo.
─Descuida ─respondió el hombre sin ocultar el temblor de sus manos─. ¿Qué puedo decir sin verme implicado?
Paulino lo vio alejarse compasivo, sentía lástima él. No todos los días la vida transforma a una persona en semidiós; no es fácil decidir sobre la vida y la muerte de una mujer. Él estaba al tanto de sus titubeos, de su falta de carácter. Quizás si él mismo en su rudeza, fuera incapaz de llevar a cabo semejante locura.
De regreso a casa el hombre no quiso tomar el autobús y eligió uno de los atajos que conducen a los barrios periféricos. «Ir de peatón me dará tiempo de reflexionar», pensó. A medio camino entró a un bar. Era un bar oscuro, maloliente colmado de barriles y cajas de botellas vacías. Se acomodó junto a la ventana y pidió una cerveza.
─¿Algo más, señor?
─¡Nada!
El mesero refunfuñó algo ininteligible. Hizo un gesto arisco con sus labios, dio media vuelta y se alejó.
El hombre se miró en el cristal de la ventana, su rostro demacrado. Estos últimos años habían sido difíciles, sin saber cómo enfrentar los fantasmas de la muerte. Pensó en la mujer, en la primera vez que la vio, sus vitales veintitrés años. Ella había egresado de secretariado y vestía un traje lustroso que alguna vez debió ser verde claro. De su brazo colgaba una carterita de color café y un broche de bisutería cerraba el cuello de la blusa.
─Tu nueva compañera de labores ─anunció el gerente─, enséñale el rodaje de las oficinas.
Al hombre, un oficinista que vegetaba su desinterés entre cuatro paredes, le bastó su sonrisa, el color de su voz, la fragilidad de su mirada para quedar prendado.
A veces la mujer era impenetrable, callada como una roca; horas después, enternecida, se aferraba a sus brazos en busca de ternura. Todo iba bien hasta que el tumor dijo otra cosa. Le diagnosticaron un nódulo benigno primero, después, ─sin encontrar una explicación clínica─ el nódulo se transformó en un dolor irracional. La extraña enfermedad lo llevó a deambular de consultorio en consultorios. Clínicas y especialistas no lograron otra cosa que aumentar sus padecimientos.
El mesero lo sacó de sus cavilaciones. Sobre la mesa dejó la bebida y la cuenta y se quedó a su lado sin decir nada.
─¿Qué esperas? ─preguntó el hombre con gesto de fastidio.
─El pago, señor.
El hombre quiso descargar sus frustraciones sobre el muchacho, pero se arrepintió. Bebió toda la cerveza de un sorbo, tiró las monedas sobre la mesa, lo apartó de un empellón y salió del local.
Dedujo que la mujer debía extrañar su tardanza y decidió tomar el autobús. Eran las cinco de la tarde cuando entró al angosto pasaje de casas pareadas y avanzó hacia la suya. La sombra era escasa, la tierra reseca dejaba un sabor polvoriento en su boca.
En el cuarto, la mujer, los párpados entreabiertos no cedía en sus quejas.
─Ayúdame ─rogaba─, no resisto más.
El hombre depositó el pequeño frasco rojo sobre una mesita marginada en el rincón de la pieza. Una mezcla indefinible de polvo y medicamentos hacía del ambiente un lugar irrespirable. Fue hasta la ventana, descorrió las cortinas, empujó los postigos y dejó que el viento aireara la habitación. Como un verdugo se quedó de pie junto a la cama en el peor de los silencios.
A las nueve treinta la noche cayó definitiva sobre la ciudad. Desde la avenida le llegó el ruido sordo de los automóviles que volvían a casa. Ni en el más perverso de sus miedos imaginó un escenario como el que enfrentaba. Apagar su voz para siempre. No despertar junto a ella... «¡Ay, Dios, por qué a mí!». Un hombre desesperado es capaz de cualquier insensatez. Una terca congoja comprimió su pecho Dio vueltas por la habitación como si con ellos dilatara la decisión; finalmente, cogió el pequeño frasco rojo y se quedó de pie junto al lecho. Por primera vez desde que la enfermedad comenzó a consumir la vida de la mujer, lloró.
Ella sintió los pasos del hombre, su resuello agitado. El sonido del veneno caer gota a gota en el vaso. La muerte, al fin, apagaría el sufrimiento. Quiso hablarle, decirle lo bella que había sido la vida junto a él, pero, conociéndole como lo conocía, era mejor partir en silencio.
El golpe de un cuerpo al desplomarse, pesadamente sobre el piso, le causó pavor.
─¿Qué sucede? ─preguntó ansiosa una y otra vez y siguió preguntando a intervalos por si escuchaba la respiración del hombre. Solo le llegó el ruido de la noche que entraba por la ventana. Su corazón era un cristal roto.
─ ¡Quiero morir!… ¡quiero morir!... ¡ayúdame, te lo ruego!
El hombre acarició sus manos: unas manos huesudas, venosas, que no respondían al contacto de las suyas. En cualquier momento volvería a desmayarse, y él, en su ignorancia, no sabría qué hacer. En una mesita marginada en un rincón de la pieza, bajo la débil luz de una lámpara, un pequeño frasco rojo encendía la tortura del hombre. Besó la frente de la mujer, dio unas cuantas vueltas alrededor del lecho y permaneció un rato junto a ella buscando una salida que no humillara su conciencia.
Ese día, a las diez de la mañana, había tomado el autobús que lo llevaría al otro extremo de la ciudad. Era un día pálido. A pesar de las nubes que avanzaban sobre las torres de los edificios, el calor parecía brotar desde la raíz del cemento. Las calles estaban atiborradas de vehículos, el tránsito lento provocaba la paciencia del hombre. Necesitaba ver a Paulino Reyes ─un hábil traficante al que conocía desde la pubertad..
─Si te descubren… ─advirtió Paulino alcanzándole el pequeño frasco rojo─. Tú sabes, con esto me juego el pellejo.
─Descuida ─respondió el hombre sin ocultar el temblor de sus manos─. ¿Qué puedo decir sin verme implicado?
Paulino lo vio alejarse compasivo, sentía lástima él. No todos los días la vida transforma a una persona en semidiós; no es fácil decidir sobre la vida y la muerte de una mujer. Él estaba al tanto de sus titubeos, de su falta de carácter. Quizás si él mismo en su rudeza, fuera incapaz de llevar a cabo semejante locura.
De regreso a casa el hombre no quiso tomar el autobús y eligió uno de los atajos que conducen a los barrios periféricos. «Ir de peatón me dará tiempo de reflexionar», pensó. A medio camino entró a un bar. Era un bar oscuro, maloliente colmado de barriles y cajas de botellas vacías. Se acomodó junto a la ventana y pidió una cerveza.
─¿Algo más, señor?
─¡Nada!
El mesero refunfuñó algo ininteligible. Hizo un gesto arisco con sus labios, dio media vuelta y se alejó.
El hombre se miró en el cristal de la ventana, su rostro demacrado. Estos últimos años habían sido difíciles, sin saber cómo enfrentar los fantasmas de la muerte. Pensó en la mujer, en la primera vez que la vio, sus vitales veintitrés años. Ella había egresado de secretariado y vestía un traje lustroso que alguna vez debió ser verde claro. De su brazo colgaba una carterita de color café y un broche de bisutería cerraba el cuello de la blusa.
─Tu nueva compañera de labores ─anunció el gerente─, enséñale el rodaje de las oficinas.
Al hombre, un oficinista que vegetaba su desinterés entre cuatro paredes, le bastó su sonrisa, el color de su voz, la fragilidad de su mirada para quedar prendado.
A veces la mujer era impenetrable, callada como una roca; horas después, enternecida, se aferraba a sus brazos en busca de ternura. Todo iba bien hasta que el tumor dijo otra cosa. Le diagnosticaron un nódulo benigno primero, después, ─sin encontrar una explicación clínica─ el nódulo se transformó en un dolor irracional. La extraña enfermedad lo llevó a deambular de consultorio en consultorios. Clínicas y especialistas no lograron otra cosa que aumentar sus padecimientos.
El mesero lo sacó de sus cavilaciones. Sobre la mesa dejó la bebida y la cuenta y se quedó a su lado sin decir nada.
─¿Qué esperas? ─preguntó el hombre con gesto de fastidio.
─El pago, señor.
El hombre quiso descargar sus frustraciones sobre el muchacho, pero se arrepintió. Bebió toda la cerveza de un sorbo, tiró las monedas sobre la mesa, lo apartó de un empellón y salió del local.
Dedujo que la mujer debía extrañar su tardanza y decidió tomar el autobús. Eran las cinco de la tarde cuando entró al angosto pasaje de casas pareadas y avanzó hacia la suya. La sombra era escasa, la tierra reseca dejaba un sabor polvoriento en su boca.
En el cuarto, la mujer, los párpados entreabiertos no cedía en sus quejas.
─Ayúdame ─rogaba─, no resisto más.
El hombre depositó el pequeño frasco rojo sobre una mesita marginada en el rincón de la pieza. Una mezcla indefinible de polvo y medicamentos hacía del ambiente un lugar irrespirable. Fue hasta la ventana, descorrió las cortinas, empujó los postigos y dejó que el viento aireara la habitación. Como un verdugo se quedó de pie junto a la cama en el peor de los silencios.
A las nueve treinta la noche cayó definitiva sobre la ciudad. Desde la avenida le llegó el ruido sordo de los automóviles que volvían a casa. Ni en el más perverso de sus miedos imaginó un escenario como el que enfrentaba. Apagar su voz para siempre. No despertar junto a ella... «¡Ay, Dios, por qué a mí!». Un hombre desesperado es capaz de cualquier insensatez. Una terca congoja comprimió su pecho Dio vueltas por la habitación como si con ellos dilatara la decisión; finalmente, cogió el pequeño frasco rojo y se quedó de pie junto al lecho. Por primera vez desde que la enfermedad comenzó a consumir la vida de la mujer, lloró.
Ella sintió los pasos del hombre, su resuello agitado. El sonido del veneno caer gota a gota en el vaso. La muerte, al fin, apagaría el sufrimiento. Quiso hablarle, decirle lo bella que había sido la vida junto a él, pero, conociéndole como lo conocía, era mejor partir en silencio.
El golpe de un cuerpo al desplomarse, pesadamente sobre el piso, le causó pavor.
─¿Qué sucede? ─preguntó ansiosa una y otra vez y siguió preguntando a intervalos por si escuchaba la respiración del hombre. Solo le llegó el ruido de la noche que entraba por la ventana. Su corazón era un cristal roto.
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